
Durante décadas, el cine argentino vivió bajo el ala de un Estado paternalista que, a través del Instituto Nacional de Cine y Artes Audiovisuales (INCAA), dirigió no solo los recursos, sino también las ideas y el mensaje de buena parte de la producción audiovisual nacional. Bajo el pretexto de «fomentar la cultura», se construyó un sistema de subsidios que, lejos de potenciar la creatividad, consolidó una maquinaria de propaganda solapada, donde las películas parecían responder más a los intereses del gobierno de turno que a la pulsión genuina de un artista libre.

Hasta 2023, el INCAA se nutría de una serie de impuestos que iban desde los boletos de cine hasta gravámenes sobre servicios de internet y televisión, además de fondos directos del Tesoro. Se trataba de una estructura inflada, burocrática y, sobre todo, sesgada ideológicamente. Cada año se financiaban decenas —a veces cientos— de películas que, en su mayoría, jamás llegaban al gran público. Muchas de ellas ni siquiera se estrenaban comercialmente o apenas eran vistas por un puñado de espectadores, mientras millones de pesos desaparecían en producciones anodinas cuyo verdadero mérito parecía ser su obediencia narrativa.

La gran mayoría de estos filmes no buscaban contar historias universales ni explorar las profundidades humanas, sino repetir discursos previsibles: la épica del Estado benefactor, la demonización de los sectores productivos, la victimización sistemática de la sociedad frente a los supuestos abusos del mercado. Todo dentro de un tono monocorde, ensayístico y profundamente desconectado de la sensibilidad popular.
No se trataba, como algunos defensores del viejo sistema alegan, de proteger el «cine independiente». Al contrario: era un cine absolutamente dependiente del dinero estatal, y por ende, de la aprobación política. El verdadero arte, el que desafía, el que inventa, el que incomoda, quedaba relegado a los márgenes, sin acceso a esas prebendas, forzado a buscar caminos genuinos de financiamiento y expresión.
Un cambio necesario
En 2023, con el cambio de ciclo político y económico, comenzó una necesaria revisión de este modelo insostenible. La reducción presupuestaria del INCAA y la revisión de su misión marcan un punto de inflexión que merece ser celebrado, no lamentado.
El arte no necesita de ministerios, ni de institutos burocráticos que «seleccionen» qué obra merece existir y cuál no. El arte florece donde hay libertad, donde los creadores se ven impulsados por la necesidad interna de expresarse y son juzgados, finalmente, por su capacidad de conectar con el público, no por su adhesión ideológica.

La reducción del INCAA significa, paradójicamente, una oportunidad dorada para el cine argentino. Lejos de ser una catástrofe cultural —como algunos alarmistas pregonan—, podría significar el renacimiento de una cinematografía más vibrante, más honesta y más competitiva.
Quien quiera filmar, que filme. Pero que encuentre inversores, que busque productores, que se anime a conquistar al público con talento y no con slogans prefabricados. El éxito de una obra debe medirse por su resonancia, por su capacidad de emocionar, de provocar, de instalar preguntas, no por su apego a una línea bajada desde una oficina estatal.
El verdadero drama del cine argentino no era la falta de fondos: era la falta de riesgo. Se filmaba sabiendo que no importaba si la película interesaba o no, si era buena o mala, si decía algo nuevo o si repetía un dogma gastado. El dinero estatal garantizaba la mediocridad porque desincentivaba la innovación.
Un cine hacia el futuro
Existen ejemplos recientes de películas argentinas que triunfaron en el mundo sin necesidad de vivir de subsidios eternos. Films que, a partir de su propio mérito, lograron acceder a festivales, plataformas de streaming y al aplauso internacional. Producciones que entendieron que la historia, la emoción, la belleza estética y la mirada crítica hacia la realidad no son monopolios de ningún gobierno, sino bienes universales.

La nueva etapa exige volver a confiar en el talento, en la pasión y en la inteligencia del artista libre. Las plataformas digitales, los modelos de coproducción, el crowdfunding y la inversión privada abren hoy más puertas que nunca para quienes tengan ideas que valgan la pena contar.
No se trata de abandonar el cine nacional a su suerte, sino de liberarlo. De sacarlo del corsé de la servidumbre política y devolverle su dignidad creativa. De apostar a un cine que dialogue de verdad con su tiempo y su sociedad, no que funcione como panfleto repetitivo para mantener a burócratas en sus puestos.
Conclusión
La cultura florece cuando la libertad impera, no cuando es tutelada por el Estado. El arte no necesita permisos, necesita espacios abiertos y mentes inquietas. El fin del viejo sistema de subsidios cinematográficos en Argentina no es un retroceso: es una conquista de la libertad creadora. Ahora, los verdaderos artistas tendrán la posibilidad —y el desafío— de demostrar su valía sin la red de seguridad del dinero fácil.
Bienvenido sea el riesgo. Bienvenido sea un cine argentino más auténtico, más competitivo, más valiente.
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