La pandemia renueva el interrogante ¿Por qué Dios permite las catástrofes?. Por Ariel Alvarez Valdés
En 2007. el senador norteamericano E. Chambers, del estado de Nebraska, presentó una demanda judicial contra Dios. Lo acusaba de provocar pestes, inundaciones y terremotos en todas partes, matando a niños y ancianos sin demostrar nunca compasión ni remordimiento. El político argumentaba que varias veces intentó ponerse en contacto con Dios, sin obtener respuesta. Por eso le pedía al juez que dictara una orden de alejamiento contra el demandado, prohibiéndole continuar con esas acciones.
La noticia en aquel momento provocó sonrisas. Sin embargo, son muchos los que actualmente siguen creyendo que Dios es el responsable de las catástrofes y tragedias que azotan a la humanidad; y lo justifican diciendo que eso sirve para que el hombre se convierta, cambie de vida y vuelva a Dios.
Ya Cicerón, un escritor romano, afirmaba: “La sola idea de que una cosa cruel puede ser útil, es de por sí inmoral”. Si un autor pagano es capaz de pensar así, ¿cómo los cristianos pueden imaginar a Dios mandando tragedias para hacerle un bien a la gente? ¿No puede hacernos bien a través del bien?
Lo cierto es que la pandemia que hoy nos golpea a todos ha obligado a los creyentes a plantearse dos preguntas de vital importancia, que trataremos de contestar.
La primera es: ¿Dios tiene algo que ver con este flagelo? Lamentablemente muchos piensan que sí. Sobre todo ciertos pastores y ministros religiosos, que creen encontrar un apoyo en la Sagrada Escritura. Efectivamente, en el Antiguo Testamento son innumerables los casos en los que Dios castiga a los hombres con enfermedades, sufrimientos y hasta con la muerte misma.
Alguna vez alguien se tomó el trabajo de contar a cuántas personas mató Dios en la Biblia, empezando por la mujer de Lot (a la que convirtió en estatua de sal por mirar hacia atrás cuando huía de Sodoma), y siguiendo por los que bailaron ante el becerro de oro (3.000), los que quemaron un incienso impuro (250), los que se sublevaron contra Moisés (14.700), los que pecaron con mujeres extranjeras (24.002), los que mataron a la esposa de un levita (25.100), los que miraron sin permiso dentro del Arca de la Alianza (50.070), los implicados en el censo de David (70.000), los que criticaron a Yahvé durante una guerra (127.000)… y la lista continúa.
Si sumamos las cifras obtenemos la cantidad de ¡2.038.333 asesinados por Dios en la Biblia! Sin contar los muertos cuyos datos no se detallan, como los que perecieron en el diluvio, en la destrucción de Sodoma y Gomorra, o en las plagas de Egipto. Y lo más sorprendente es que, cuando analizamos a cuántas personas mató Satanás, vemos que solo fueron 10 (los hijos de Job). Tenemos, pues, un claro ganador.
Una lectura fundamentalista de la Biblia ha hecho que generaciones de creyentes tomen estos relatos de manera literal, y piensen que Dios decide sobre la vida y la muerte de la gente. También la Biblia atribuye a Dios las inundaciones, terremotos y pestes, de manera que se lo creyó el ejecutor de los cataclismos naturales.
¿Cómo el pueblo de Israel llegó a tener una imagen tan aterradora de su Dios? Es fácil comprenderlo. En los siglos anteriores a Cristo las ciencias aún no se habían desarrollado. No se conocían las leyes naturales (los microorganismos, las placas tectónicas, las enfermedades psicosomáticas). Los mismos conceptos de libertad y responsabilidad humanas estaban poco desarrollados. Esto hizo que muchos fenómenos naturales, que en aquella época no tenían explicación, fueran atribuidos directamente a Dios.
Por eso cualquier cosa que ocurría, buena o mala, agradable o fea, feliz o desdichada, se suponía que era obra divina. Un israelita no podía imaginar que sucediera algo en el mundo sin que Dios lo quisiera o lo provocara. Lo afirma el libro de Isaías: “Yo, Yahvé, creo la luz y las tinieblas; yo mando el bienestar y las desgracias; yo lo hago todo” (Is 44,7).
Pero cuando Jesús vino al mundo, las cosas cambiaron. Aunque las ciencias continuaban en su etapa primitiva, y seguían ignorándose las causas naturales de muchos fenómenos, Jesús enseñó una idea revolucionaria para aquel momento: que Dios no manda males a nadie. Él sólo manda el bien. Para demostrarlo, comenzó a curar a los enfermos y a reanimar a los muertos, mostrando que Dios busca la salud, y no la enfermedad ni la muerte.
Explicó además que las enfermedades no son un castigo divino por los pecados (Jn 9,3), y que los accidentes no son voluntad de Dios para corregir a las personas (Lc 13,4-5). Dijo que de Dios solo procede lo bueno que hay en el mundo, porque Dios ama profundamente al hombre y no puede enviarle nada que lo haga sufrir (Jn 3,16-17). Es decir, Jesús no explicó de dónde vienen las desgracias, pero sí explicó de dónde no vienen: de Dios. Por eso, atribuirle a Dios algún mal es una falta de respeto a su amor.
Aclarado que Dios no manda ni mandó ningún virus, viene la segunda pregunta, más difícil de responder: ¿puede Dios eliminarlo y librarnos de él? Muchos están convencidos de que sí. Por eso realizan cadenas de oración, jornadas de ayuno y rezos comunitarios, pensando que cuantos más seamos los que pedimos la gracia, antes nos escuchará Dios. Incluso en algunos lugares se han sacado imágenes por la ciudad, esperando que Dios intervenga de una vez.
Sin embargo, la solución no ha llegado. Siguen muriendo cientos de personas cada día, y los enfermos se cuentan por millares. ¿Por qué Dios se niega a escuchar nuestra oración? ¿Está esperando que sean más los que imploran? ¿A qué cifra de suplicantes hay que llegar? ¿O acaso con el dolor y el sufrimiento quiere enseñarnos algo?
En realidad los equivocados somos nosotros. Dios es puro amor. En su inmensa ternura solo piensa en nuestro bien y en nuestra felicidad. Si no interviene poniendo fin a este mal, y a otros que nos aquejan permanentemente, no es porque, pudiendo hacerlo, prefiera mantenerse distante e inactivo. Es porque él solo no puede hacerlo. Dios no puede actuar entre nosotros sin la participación humana.
Desde que él creó el mundo, dejó a los hombres como sus representantes para colaborar, servir y actuar en su nombre. Lo decía muy bien san Justino en el siglo II: “La providencia de Dios es el hombre”. Sin una persona que se ofrezca a colaborar, Dios no puede actuar.
Es triste ver cómo seguimos pidiéndole a Dios que haga cosas, en lugar de ofrecernos nosotros a hacer algo. Seguimos creyendo que él puede introducirse desde afuera y manipular la creación, cuando en realidad él está esperando que nosotros nos decidamos a actuar.
Alguno podrá decir: “Yo no puedo hacer nada frente a tal problema”. Y no es verdad. Siempre algo podemos hacer para aliviar el problema por el que oramos. Pero muchos prefieren acogerse a un infantilismo cómodo, “pidiéndole a papá” lo que en realidad es tarea nuestra. Y si finalmente no hacemos nada, entonces Dios tampoco lo hará. Porque desde que Dios se hizo hombre, solo puede colaborar en este mundo con la ayuda de los hombres.
Los cristianos tenemos una manera infantil de orar. Siempre estamos pidiendo a Dios que solucione los problemas y arregle los conflictos que, en realidad, nosotros provocamos. Pero esa no es la misión de Dios. Su tarea es la de darnos la fuerza, el valor, la inteligencia, la voluntad, la capacidad para que nosotros los solucionemos.
Por eso, en vez de orar: “Señor, da pan al que tiene hambre”, deberíamos orar: “Señor, te ofrezco compartir mi pan con el que tiene hambre”. En vez de pedir: “Que haya paz en el mundo”, deberíamos decir: “Te ofrezco poner paz en mi mundo”. En vez de rezar: “Dale salud a mi madre”, deberíamos rezar: “Te ofrezco visitar más seguido a mi madre”.
En definitiva, cuando estemos tentados de pedirle a Dios que resuelva nuestros problemas, intentemos primero escuchar su voz. Tal vez nos esté pidiendo que hagamos algo nosotros para resolverlo.