A 77 años de la Bomba Atómica sobre Hiroshima
En la mañana del 9 de agosto de 1945, el reloj quedó parado para siempre a las 8:15 a.m. momento exacto en que, sobre la ciudad japonesa de Hiroshima, explotaba la primer Bomba Atómica de la historia, tras ser lanzada desde el Boeing B-29.
El bombardero, Enola Gay, llevaba en su interior la bomba de plutonio a la que se había bautizado como Little Boy y que partiría la historia de la humanidad en un antes y después.
La explosión sucedió a 600 mt de altura, desatando una furia de viento y radiación que devastó 13 kilómetros cuadrados de la ciudad y puerto industrial de Hiroshima, llevándose la vida de casi 80 mil personas, que murieron rápidamente en la tormenta de fuego resultante, con otros 70 mil que resultaron heridos, de los cuales morirían por las secuelas de quemaduras graves y la radiación.
LOS DIAS ANTERIORES AL ATAQUE
En el marco de la Segunda Guerra Mundial, el presidente de Estados Unidos, Harry S. Truman, y otros líderes aliados emitieron la Declaración de Potsdam, la cual bosquejaba los términos de la rendición de Japón.
Fue presentada como un ultimátum y se aseguraba que, sin la debida rendición, los aliados atacarían Japón, resultando en «la inevitable y completa destrucción de las fuerzas armadas japonesas e inevitablemente la devastación del suelo japonés», aunque no se mencionó nada sobre el arma atómica.
El 28 de julio se hizo oficial el rechazo por parte del gobierno japonés y el primer ministro Kantarō Suzuki ofreció una conferencia de prensa en la que aseguró que la Declaración era tan sólo una copia de la Declaración de El Cairo y que el gobierno intentaba ignorarla.
Dicha aseveración fue tomada tanto en suelo japonés como en el extranjero como un claro rechazo a la declaración. Esta fue la justificación que encontraron los EEUU y los aliados para ejecutar el bombardeo sobre Hiroshima.
EL ATAQUE EN PRIMERA PERSONA
Bob Caron, artillero y fotógrafo del Enola Gay, describió lo que sus ojos veían al momento del estallido: “Una columna de humo asciende rápidamente. Su centro muestra un terrible color rojo. Todo es pura turbulencia. Es una masa burbujeante gris violácea, con un núcleo rojo. Todo es pura turbulencia. Los incendios se extienden por todas partes como llamas que surgiesen de un enorme lecho de brasas. Comienzo a contar los incendios. Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis… catorce, quince… es imposible.
Son demasiados para poder contarlos. Aquí llega la forma de hongo de la que nos habló el capitán Parsons. Viene hacia aquí. Es como una masa de melaza burbujeante. El hongo se extiende. Puede que tenga mil quinientos o quizá tres mil metros de anchura y unos ochocientos de altura. Crece más y más. Está casi a nuestro nivel y sigue ascendiendo. Es muy negro, pero muestra cierto tinte violáceo muy extraño.
La base del hongo se parece a una densa niebla atravesada con un lanzallamas. La ciudad debe estar abajo de todo eso. Las llamas y el humo se están hinchando y se arremolinan alrededor de las estribaciones. Las colinas están desapareciendo bajo el humo. Todo cuanto veo ahora de la ciudad es el muelle principal y lo que parece ser un campo de aviación”.
Del otro lado, Yoshiko Kajimoto, tenía 14 años y recuerda ver “una luz azul por la ventana, luego la oscuridad en la planta colapsada”. Sufrió un desmayo y al recuperar la conciencia sitio estar en “una noche a plena luz del día y “un olor a pescado podrido”.
“Empecé a andar y vi gente caminando al lado como fantasmas, personas cuyo cuerpo entero estaba tan quemado que no podía distinguir entre hombres y mujeres. Con el cabello revuelto, la cara hinchada hasta duplicar su volumen y los labios colgantes, tendían delante de ellos manos con trozos de piel quemada. Nadie en este mundo puede imaginar una escena tan infernal”, recuerda.
“Los días siguientes el humo blanco reinaba en todas partes. Hiroshima se había convertido en un crematorio”.
EL ATAQUE A NAGASAKI Y LA RENDICIÓN FINAL
Tres días después de Hiroshima, el 9 de agosto, la fuerza aérea estadounidense sobrevoló la ciudad de Kokura. Sin embargo, el cielo estaba tan nublado, que fue preciso ejecutar el plan alternativo, lanzar la bomba “Fat Man” sobre Nagasaki.
Las pobres condiciones visuales del B29 norteamericano le impideron acertar en el blanco programado, de modo que el impacto destructivo fue menor en comparación a Hiroshima. Aún así, murieron instantáneamente 39 mil personas.
El 12 de agosto el emperador japonés Hirohito oficializó un anuncio de rendición: “El enemigo ha empezado a utilizar una bomba nueva y sumamente cruel, con un poder de destrucción incalculable y que acaba la vida de muchos inocentes. Si continuásemos la lucha, solo conseguiríamos el arrasamiento y el colapso de la nación japonesa, y eso conduciría a la total extinción de la civilización humana”.
El 2 de septiembre de ese mismo año, Japón firmó la rendición absoluta ante los aliados, y el fin de su participación en la Segunda Guerra Mundial.
EL DÍA DESPUÉS
Con la ocupación de Japón por unos 350.000 norteamericanos se ponía fin a la II Guerra Mundial, pero se iniciaba un debate inconcluido sobre la necesidad y moralidad del bombardeo nuclear. Los defensores de la acción —entre ellos políticos, militares e historiadores como Robert Newman— señalan que permitió salvar la vida de decenas de miles de soldados norteamericanos. La estimación de bajas que habría provocado la invasión de Japón varía en función de la fuente —el presidente Truman habló de entre 250.000 y 1.000.000 hombres; el Estado Mayor, de 370.000 muertos y más de un millón de heridos—.
En todo caso, habrían sido muy elevadas, como también lo habrían sido las de civiles y militares japoneses, pues habían recibido la orden de luchar hasta la muerte. Es decir, los defensores sostienen que los bombardeos permitieron salvar vidas.
En el otro lado del debate, se situaron reputados intelectuales como Albert Camus o Albert Einstein, e incluso varios científicos que trabajaron en el Proyecto Manhattan que desarrolló la bomba con James Franck a la cabeza. Denunciaron el bombardeo como un acto “inmoral” y acusaron a quienes lo autorizaron de cometer “crimen contra la Humanidad”.
Quizá lo más atinado sea recordar las palabras del capitán Robert Lewis, copiloto del bombardero “Enola Gay”, cuando se alejaba a toda velocidad de la ciudad ante el hongo atómico: “Dios mío, ¿qué hemos hecho?”.