La economía de mercado explotó a la altura del tobillo de Lionel Messi, quien pagó con una lesión extremadamente sensible el costo de jugar en canchas improvisadas. El circo construido alrededor de la pelota contempló DJs en los partidos, hotdogs a la carta en las tribunas, fancams para que los hinchas se vean enfocados en la pantalla gigante de los estadios, el show de Shakira (que por primera vez en la historia obligó a duplicar la duración de un entretiempo) y un sinfín de artilugios. Aunque ninguno de ellos contempló el activo más importante de esta industria: la comodidad de los jugadores para poder hacer lo suyo en un campo más pertrecho que la peor de las canchitas de un papi fútbol.

Lautaro marca el gol de la victoria en la Final, que lo dejó como goleador del torneo | Foto: AFP

Al contrario de todo esto, Argentina se interesó más por el juego que por toda la parafernalia de cotillón, que le sumó poco y nada a una competencia acalorada más con las declaraciones fuera de cancha (con el exordio de Bielsa contra la FIFA y el FBI a la cabeza de esta narrativa) que por lo que sus partidos ofrecían. Y, a pesar de las críticas que los odiadores barruntaban contra los supuestos beneficios que la organización le dispensaba a la Scaloneta, terminó siendo la Selección quien le devolvió dignidad a un torneo opaco y deslucido gracias a una nueva épica en su inventario glorioso.

Frente a otras performance más iluminadas (como las de la Copa América 2021 y Qatar 2022, donde claramente su juego supo ser más vistoso), esta vez Argentina no tuvo empacho en atar con tripas el corazón sin que se le cayeran los anillos por encomendarse a trámites más laboriosos y sufridos, donde -salvo excepciones- no tuvo la victoria resuelta hasta el pitazo final. Ni siquiera la temible Colombia, que llevaba 28 partidos sin perder (entre ellos un reciente triunfo ante España, ahora campeón europeo y rival de la Selección en la Finalissima del año próximo), pudo doblegar una templanza digna de valoraciones mayúsculas.